Photo: Common Loon (Maang), Benjamin Olson/Audubon Photography Awards
Jo Doumbia
Miembro de la Junta Directiva
Leader de Diversidad e Inclusión
Cada noviembre, durante el Mes de la Herencia Indígena, recordamos que nuestra conexión con la naturaleza no comenzó con guías de campo ni con binoculares. Mucho antes del nacimiento de la observación moderna de aves, los pueblos originarios de América ya observaban, escuchaban y aprendían de las aves que compartían sus tierras. Para ellos, las aves no eran solo parte del paisaje: eran maestras, parientes y mensajeras entre mundos.
Entre los cherokees, se dice que el buitre dio forma a las montañas con el poder de sus alas. Para los lakota, el águila, que vuela más alto que cualquier otra criatura, lleva las oraciones y esperanzas hacia el Creador. Los anishinaabe llaman al colimbo grande Maang, un guía espiritual cuyo canto melancólico flota sobre los lagos del norte y une los mundos visible e invisible. Cada una de estas historias refleja un respeto profundo y duradero por las aves como seres sagrados que revelan los ciclos de la vida misma.
Para las comunidades indígenas, las aves también ofrecían orientación práctica. Sus migraciones marcaban el ritmo de las estaciones: señalaban cuándo sembrar, cosechar o prepararse para el invierno. Sus cantos anticipaban cambios en el clima, y sus comportamientos al anidar revelaban cuándo los ríos crecerían. Lo que hoy llamamos conocimiento ccológico tradicional nació de generaciones de observación paciente y de una relación de reciprocidad con la naturaleza: una forma de aprender que escucha tanto como enseña.
Esa sabiduría sigue hablándonos hoy. Como observadores de aves, también somos oyentes. Cada vez que hacemos una pausa para identificar un canto entre los árboles o notamos el primer destello de una migración en el cielo, nos unimos a una cadena de atención que se remonta a milenios. Pero observar aves también puede ser un acto de gratitud. Plantar árboles y flores nativas, proteger los sitios de anidación y aprender los nombres indígenas de las aves locales son maneras sencillas, pero poderosas, de honrar a las aves —y a los pueblos— que han cuidado esta tierra por generaciones.
En todo el continente, observadores de aves y líderes de conservación indígenas continúan ese legado. En Manitoba, el Indigenous Birding Club reúne a estudiantes, ancianos y miembros de la comunidad para combinar la sabiduría ancestral con la ciencia moderna. En el suroeste de Estados Unidos, los programas tribales de conservación restauran humedales vitales para las aves migratorias. Estas iniciativas nos recuerdan que cuidar a las aves está profundamente ligado a cuidar a la comunidad, la lengua y el territorio.
Cuando escuchamos con atención el canto de un chochín o el grito de un halcón girando en el viento, oímos más que un sonido: oímos memoria. Oímos las mismas voces que guiaron a quienes caminaron esta tierra mucho antes que nosotros. Las aves nos conectan —entre culturas, entre generaciones y entre la tierra y el cielo.
Este noviembre, al celebrar el Mes de la Herencia Indígena, llevemos con nosotros ese espíritu de reverencia. Observar un ave es practicar la atención. Proteger un ave es practicar el respeto. Y escucharla es recordar que cada pluma lleva una historia, y cada historia nos muestra el camino de regreso al equilibrio.

